Un tiro en el pie

C uando era pequeño, los veranos empezaban con fichajes imposibles. Cuando terminaban las clases, mis hermanos y yo nos instalábamos los tres meses de verano en ‘El terreno’, una casa que mis abuelos construyeron cerca de Tordera y que lejos de la evocación latifundista del nombre, se llamaba así porque durante muchos años de ahorro lento fue literalmente solo un terreno. Luego llegó la casa, pero se le quedó aquel nombre obrero para siempre.

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 C uando era pequeño, los veranos empezaban con fichajes imposibles. Cuando terminaban las clases, mis hermanos y yo nos instalábamos los tres meses de verano en ‘El terreno’, una casa que mis abuelos construyeron cerca de Tordera y que lejos de la evocación latifundista del nombre, se llamaba así porque durante muchos años de ahorro lento fue literalmente solo un terreno. Luego llegó la casa, pero se le quedó aquel nombre obrero para siempre.Seguir leyendo…  

C uando era pequeño, los veranos empezaban con fichajes imposibles. Cuando terminaban las clases, mis hermanos y yo nos instalábamos los tres meses de verano en ‘El terreno’, una casa que mis abuelos construyeron cerca de Tordera y que lejos de la evocación latifundista del nombre, se llamaba así porque durante muchos años de ahorro lento fue literalmente solo un terreno. Luego llegó la casa, pero se le quedó aquel nombre obrero para siempre.

En cuanto David o Jonathan llegaban de su secuestro escolar, nos sentábamos en el bordillo de la acera y nos relamíamos con los rumores de los mil fichajes que se anunciaban en los periódicos. Durante años me convencí en junio de que Bergkamp o Batistuta ficharían por el Barça y me desengañé en agosto en una suerte de chasco que me preparó para los amores veraniegos imposibles.

De haber ocurrido entonces, esta semana, en el terreno habría sido fiesta mayor. En un giro poco telenovelesco, el Barça ha cerrado en un pis pas el fichaje de Joan García, portero perico, por los 25 millones de su cláusula de rescisión. En el Espanyol ha sentado fatal, claro, pero si el guardameta hubiera hecho la misma temporada en el Barça, habría sido titular en la Nations League con España. Se entiende, creo.

Aquellos chavales de diez años se abrían relamido más con el culebrón que recién empieza: el Barça vuelve a negociar por Nico Williams, amiguísimo de Lamine Yamal (que colgó en Instagram, poco sutilmente, una foto junto al delantero del Athletic cuando se producían las negociaciones), y que tiene una cláusula de 58 millones, un precio medio bajo a tenor de su nivel, edad y potencial.

Más allá de si su fichaje es compatible con Raphinha, el movimiento culé me han hecho pensar en el sentido de las cláusulas de rescisión. El sistema, según una ley de empleo española de 1985, permite al jugador romper su contrato para unirse a un nuevo club. La norma entró en vigor para abolir el esclavista derecho de retención, que amargó durante años a Quini antes de fichar por el Barcelona, y que permitía a los clubs aplicar un 10% de incremento salarial y extender in aeternum la relación entre las partes. Ha llovido desde entonces y el fútbol es diferente. Si antes las cláusulas podían ser incluso favorables a los equipos de la Liga frente al resto, sin cifra fija para la venta de sus jugadores, en un mundo de clubs-estado, la cláusula pone a la venta a cualquier estrella que no tenga una precio de locura, convenientemente compensado en el sueldo del jugador.

El Barça parece que se aprovechará este verano de la norma, porque tanto el portero como el delantero valen más que lo que dicta la cláusula, pero la felicidad no durará siempre. Si todo tiene un precio fijado, solo hace falta dinero para comprarlo.

Y algunos lo tienen.

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