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¿Debían ir los Reyes a Paiporta?, ¿pide Feijóo una suerte de 155?, ¿qué consecuencias tendrá la crisis valenciana en el estado autonómico?, ¿cuánto aumentará el populismo el desastre de la DANA?
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La fiebre antipolítica ha subido varios grados en España a raíz de la tragedia de la Comunitat Valenciana. En la primera semana después de aquel drama se han producido varios hechos políticos reseñables. El primero, el airado recibimiento a los reyes. El segundo, la disputa competencial después de una reacción inicial insuficiente e incompetente para afrontar el desastre. Se ha llegado a escribir que el Estado ha estado ausente o incluso se ha hablado de un Estado fallido. Son apreciaciones exageradas, pero reveladoras de que lo público no ha respondido con la celeridad necesaria y, cuando eso ocurre, el desapego hacia las instituciones y la política se dispara.
Veamos primero el suceso de los Reyes. En la Moncloa no compartieron la decisión de la Zarzuela de acudir a Paiporta, la zona cero de la tragedia, puesto que era conocido que los ánimos estaban muy exaltados cinco días después de la DANA, cuando la ayuda efectiva no se veía aún por ningún lado. De ahí que en el Gobierno y en otros ámbitos políticos consideren que fue un error que los Reyes se expusieran a la ira acumulada de los damnificados y arrastraran a su vez al presidente del Gobierno. En el peor de los casos podrían haber resultado heridos, en el mejor, pasó lo que pasó, que fueron increpados e incluso se les lanzó barro. Nunca hasta ahora se había producido algo así, pese a que la monarquía ha estado presente en muchas situaciones trágicas.
Pero hay quien objeta que el Gobierno tampoco estuvo ágil y que no era necesario que Sánchez acompañara a los Reyes. Lo podía haber hecho algún ministro, como suele ocurrir en otras visitas, y supuestamente se habrían aplacado algo las reacciones más viscerales que potencialmente concita el presidente del Gobierno. Sin embargo, de haberlo hecho así quizá habrían acusado a Sánchez de cobardía, como de hecho ya ocurrió al ser evacuado por sus escoltas. La política se desarrolla ahora en estos términos: cobardes y valientes. Es pueril, pero se trata de un potente movilizador de la opinión pública. Vox ha crecido con el argumento de decir lo que se supone que mucha gente opina y no se atreve a exteriorizar por temor a ser reprendido por los políticamente correctos. Sus votantes atribuyen valentía a Vox. Las reacciones a la visita de los Reyes se expresaron también en esos términos: elogios a la valentía del Rey y a la sensibilidad de la Reina. Un reparto de papeles muy clásico.
Hay motivos a favor o en contra de la visita de los Reyes a la zona afectada por la DANA
Entonces, ¿no tenían que haber acudido los Reyes a Paiporta? Pues también hay argumentos para considerar que era allí donde debían estar. Si los monarcas de un Estado moderno no acuden a compartir el dolor con los ciudadanos en momentos como éste, ¿cuándo deben hacerlo? Su función es representar al Estado, pero su legitimidad no se fundamenta en el sufragio. Más allá de su reconocimiento en la Constitución -ésta sí votada por el cuerpo electoral- hunden su razón de ser en un sobreentendido respaldo popular. Una decena de países europeos cuenta con monarquías cuya función es básicamente simbólica. Aunque se considere que el Rey es el jefe del Estado, en realidad la máxima autoridad del Estado en un país democrático son sus representantes políticos. Pero las monarquías modernas ejercen una función primordial hoy en día, cuando la imagen es determinante: encarnar la estampa del Estado y de sus ciudadanos. Visto así, los Reyes debían estar en Paiporta.
Aun asumiendo que acudieran a Valencia, podrían ponerse objeciones a que eligieran Paiporta. Quizá no era necesario ir al núcleo más golpeado por la DANA. Quizá los Reyes podrían haber expresado su afecto y solidaridad en otra población menos afectada y habrían evitado así riesgos e incluso molestias a quienes están desempeñando allí labores de ayuda. Para quienes así opinan, los Reyes buscaron la foto opportunity. Abonaría esa tesis la estrategia que después ha seguido la Zarzuela, con reuniones de Felipe VI con empresarios, aseguradoras y bancos para tratar sobre la Comunitat Valenciana, a pesar de que ésa sería una función del Gobierno y él no puede alcanzar ningún tipo de acuerdo con esos actores.
También hay que verlo desde la perspectiva de Felipe VI. Desde la entronización de Juan Carlos I, el Rey había sido una figura intocable. El actual monarca ha querido marcar distancias de manera drástica con las actitudes de su padre y esta semana quiso hacerlo. A pesar de la tradicional consideración del emérito, antes de que él mismo se buscara su caída en desgracia, como un rey próximo al pueblo por su talante abierto, lo cierto es que no se le vio en una situación similar en todos sus años de reinado. La imagen de un Rey tratando de razonar con temple ante los que protestaban (incluso con argumentos contra la difusión de bulos) y de la Reina intentando consolar a las víctimas, no solo se vio en toda España, sino en multitud de televisiones internacionales. Así pues, el Rey logró vindicarse, quizá a costa de complicar aún más las cosas a quienes tienen la responsabilidad real de resolver la situación: Pedro Sánchez y Carlos Mazón.
Llama la atención que Feijóo reclame una suerte de 155 contra un presidente autonómico de su propio partido
Como puede verse, hay muchas formas de aproximarse a esta cuestión. La segunda reflexión política a raíz del drama de la DANA tiene que ver con la incapacidad evidenciada por los diversos niveles de la administración para demostrar unidad y coordinación. El engranaje del Estado de las autonomías ha revelado su fragilidad, lo cual no significa que se deba abogar por una recentralización. Ya se reflejó durante la pandemia, cuando quedó claro que el Ministerio de Sanidad es en realidad un organismo de coordinación, que no puede, por ejemplo, dar órdenes a un hospital, puesto que las autonomías cuentan con competencias exclusivas en sanidad. Esa descentralización favorece un mayor conocimiento de las necesidades sobre el terreno, pero impide la adopción de medidas por parte de la instancia superior salvo que se tomen de forma consensuada. Y claro, para que eso ocurra debería existir una cierta lealtad institucional por parte de todas las instituciones implicadas y un menor grado de partidismo que, en medio de la crispación política actual, se antoja casi un milagro.
El Gobierno trató de superar ese escollo durante la pandemia con una estrategia de palo y zanahoria. Por un lado, la declaración del estado de alarma, que fue posteriormente declarada inconstitucional. Por el otro, el Ejecutivo empezó a acuñar el término “cogobernanza”, en busca de un mínimo de complicidad de las autonomías a la hora de aplicar medidas contra la pandemia. En otro ámbito, como el de la vivienda, ocurre algo similar. Se le pide al Gobierno central que solucione el problema, pero la legislación estatal topa con el hecho de que las competencias son autonómicas, al tiempo que no se puede negar que los gobiernos regionales son los que cuentan con el conocimiento de las necesidades en sus territorios, muy distintos entre sí.
En el caso de la DANA se produjo en un primer momento una ineficacia clara por parte de las autoridades valencianas al no prevenir convenientemente a la población y luego un estado de shock que les impidió reclamar la ayuda en la envergadura necesaria. También hubo en un principio una ineficiencia de la administración central, que adoptó una actitud de espera cuando debería haber presionado a Carlos Mazón al comprobar que su gobierno había quedado superado por los acontecimientos.
Alberto Núñez Feijóo, que fue presidente de Galicia, sabe que, sin colaboración entre las dos instancias políticas, es imposible afrontar una crisis de esta magnitud. El líder del PP, sin embargo, reclama ahora que el Gobierno tenía que haber aplicado una especie de 155 por la vía de la declaración de emergencia nacional y arrebatarle así la autoridad a un presidente de su propio partido, Carlos Mazón. Cuando Mariano Rajoy tenía ante sí el desafío del referéndum de independencia del 1 de octubre de 2017 afloraron algunas peticiones para declarar el estado de emergencia nacional y tomar el mando de los Mossos d’Esquadra. Rajoy se resistió, aunque al final aplicó el 155.
Hay quienes interpretan esa petición como el reflejo de unas malas relaciones entre Feijóo y Mazón. Es cierto que el barón territorial corrió a pactar con Vox para ser presidente de la Generalitat valenciana y dio así al traste con la estrategia del líder nacional del PP en las elecciones generales. Quizá Feijóo quiera desquitarse. Pero sería matar moscas a cañonazos porque la petición de Feijóo tiene consecuencias para el futuro. Si ocurre otra desgracia de estas características en una comunidad como Andalucía o Madrid, ¿sus presidentes estarían de acuerdo en ser apartados para traspasar la autoridad al ministro del Interior?
Por cierto, más de una semana después, los dirigentes territoriales, sobre todo del PP, que son los que más gobiernos autonómicos tienen ahora mismo en sus manos, permanecen mudos. Incluso Isabel Díaz Ayuso sabe que no son momentos para el exabrupto y la recriminación de brocha gorda, a pesar de que tendría muy fácil arremeter contra Sánchez. Al menos por ahora mantiene un prudente silencio.
Mientras, el presidente del Gobierno trata de recuperar credibilidad y de abonar su faceta de líder que no se arredra ante la adversidad al presentar en persona el primer paquete de ayudas, bautizado por cierto como “Plan Unidad, Eficacia y Responsabilidad”. El título lo dice todo. En efecto, cuando ocurren desastres como éste, la sociedad reclama unidad, eficacia y responsabilidad. Justo lo que no han visto en este caso.
Pese a todas los errores e incompetencias, no puede decirse que vivimos en un Estado fallido, como se ha llegado a escribir. Un Estado fallido es Somalia. O Haití. Vivimos en un Estado democrático occidental en el que algunos gobernantes no están a la altura del desempeño para el que han resultado elegidos. O no han sabido gestionar lo que tenían entre manos, probablemente por inexperiencia y exceso de confianza, vamos a pensar que no por mala fe. También vivimos en un país que, como otros de nuestro entorno, acusa la desconfianza hacia las instituciones y el envite de quienes quieren sacar provecho (político y a veces económico) del desencanto. Una desafección que cae en terreno abonado, puesto que la política en los últimos años se ha dejado llevar por una tensión exacerbada. La combinación de esos factores es explosiva: cuando la gente no cree en sus políticos ni en sus instituciones, ni siquiera a veces en organizaciones sociales, acaba por depositar su voto en figuras estridentes que prometen ponerlo todo patas arriba y mantear el sistema. Como Donald Trump.
La gran pregunta es si estamos a punto de caer por la misma pendiente. ¿Existiría un resquicio para que algún líder obtuviera el apoyo popular si enarbola la bandera del sosiego en la práctica política? El escenario de EE.UU. indica que las trincheras son cada vez más profundas y que una de ellas, la de la intolerancia, cada vez crece más. Lo ocurrido en la Comunitat Valenciana nos aboca al pesimismo.
Punto y aparte
Los primeros análisis del voto a Donald Trump indican que ha crecido el apoyo de los jóvenes, tanto hombres como mujeres, al candidato republicano. En España, el avance de la extrema derecha entre los jóvenes se concentra más en los hombres. Pero eso puede cambiar. De hecho, Trump ha avanzado entre las mujeres en estas elecciones. Los países europeos han ido asimilando los mensajes y campañas del trumpismo, inspirados al principio por Steve Bannon y hoy en día ya de manera abierta. Así que podría ocurrir también lo mismo por aquí, donde ese voto puede ir calando en sectores que hasta ahora parecían fuera de su radar.
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