La muerte de la paradoja

Trump ha puesto la Casa Blanca boca abajo y –como Willy Wonka con el chocolate– la ha convertido en una delirante fábrica de contradicciones. Con tal intensidad que ya nada sorprende y la paradoja, paradójicamente, fallece por exceso

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Trump ha puesto la Casa Blanca boca abajo y –como Willy Wonka con el chocolate– la ha convertido en una delirante fábrica de contradicciones. Con tal intensidad que ya nada sorprende y la paradoja, paradójicamente, fallece por exceso

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Getty

El mundo está perdiendo un eficaz bisturí para diseccionar la realidad.

“¿Puedes poner un ejemplo de paradoja?”, me preguntó una universitaria al insistirles en que penetren bien con este instrumento en el oficio de reportero. “Pues que ningún gran jerarca nazi cumplía con el físico ario ideal por el que asesinaban”, respondí.

Cuando la China de Mao y la España de Franco establecieron relaciones diplomáticas plenas en 1973, con los dos dictadores todavía vivos, el Estado profundo franquista solucionó la paradoja de abrazar a la China roja con una fórmula mágica que nos hace avanzar –individual y colectivamente– sin tener que hacernos demasiadas preguntas: “Contradicciones razonables”.

Hoy, las contradicciones se han vuelto insoportables. Ya no son solo las paradojas a las que rusos y chinos nos tienen acostumbrados por sistema: Stalin habría colapsado al ver cómo lo fusionan con zares y santos en los altares, y Mao al ver cómo sueldan la hoz y el martillo a las cajas registradoras del gran capital. El resultado final queda bien encajado en la definición que la Real Academia Española hace de paradoja : “Hecho o expresión aparentemente contrario a la lógica”.

Al pasteleo se suma de golpe Trump, que ha puesto la Casa Blanca boca abajo y –como Willy Wonka con el chocolate– la ha convertido en una delirante fábrica de contradicciones. Wonka, al menos, era consciente de los límites de su chocolate –“Todo lo que hay en esta sala es comestible. Hasta yo lo soy. Pero eso sería canibalismo, queridos niños, y está mal visto en la mayoría de las sociedades”– y las paradojas de Trump no, tienen un punto más caníbal.

“No me siento como un rey. Tengo que pasar por un infierno cada vez que quiero aprobar algo. No soy un rey”, afirmó el pasado fin de semana ante las protestas No king s. Tres días después dijo que la seguridad de los países pasa por sus simpatías personales: “El Reino Unido está muy bien protegido. ¿Sabe por qué? Porque me gustan, por eso. Esa es la protección definitiva”.

La fábrica de Wonka Trump roza la irrealidad. La diva de los aranceles acaba de lanzar al mercado el Trump Mobile, un doradísimo móvil fabricado esencialmente en China: paradójicamente, la única cosa Made in USA de este teléfono es la estafa que supone.

La mezcla que el trumpismo hace de la Biblia con el bótox inyectado en carne es apocalíptica. Creen en la familia tradicional, pero les resbala que Trump tenga tres condenas en firme por delitos sexuales. Los cristianos radicales lo veneran conscientes de que se proyecta a sí mismo en vídeos como el becerro de oro que cualquier cristiano debería abominar.

Trump fue el flautista de Hamelín del antichavismo, y tras pescar votos en este caladero pactó ipso facto con el chavismo –petróleo– dejando en la estacada a los magazolanos , los venezolanos del Make America Great Again. Paradójicamente, muchos de estos venezolanos –ya con pasaporte estadounidense– siguen siendo acérrimos trumpistas, es decir, chavistas de derechas que dinamitan el puente que cruzaron para que su propia gente no lo cruce.

Desde el despacho oval, el profeta del libre mercado ha llegado a indicar a Walmart –la empresa minorista más grande de Estados Unidos– qué precio debe poner a sus productos.

Y así cada día desde hace cinco meses. Sin despeinarse. En nombre de la libertad. Dejando las “contradicciones razonables” del abrazo franquista a Mao como un festival de coherencia.

“Deje usted de tomar ketamina”, me habría dicho Netflix hace diez años si les hubiera presentado un guion con lo que está ocurriendo hoy en la West Wing. Vamos normalizando las contradicciones más cósmicas, y cada tuit presidencial va erosionando nuestra capacidad de sorpresa. Con tal intensidad que la paradoja, paradójicamente, acaba muriendo por empacho. Y se nos escurre de las manos ese bisturí tan útil para diseccionarnos y, por tanto, curarnos.

Hace diez años, un gran centro cultural público de Barcelona nos encargó a Ricard Mas (historiador del arte) y a mí una gran exposición sobre el concepto de la libertad, y absoluta fue la libertad que nos dieron para idearla y desarrollarla.

Nuestra propuesta empezaba preguntándose si la libertad existe o todo lo decide el azar: la entrada era un espacio con máquinas tragaperras rodeando una tablilla cuneiforme del año 2035 antes de Cristo y la palabra sumeria ama-gi , libertad, la primera vez que la humanidad deja el concepto por escrito. Y seguía exponiendo objetos, como la primera lavadora de la historia (nada liberó entonces más a la mujer). Tres vestidos de humanos que renuncian libremente a la libertad para ser libres : el hábito de una monja, un vestido sadomasoquista y un uniforme militar. Carteles de los ocupantes nazis invitando a los franceses a “liberarse” de los resistentes liberadores. O proyectando un spot televisivo del año 2009, pretrumpismo en estado puro: George Washington arrollando al volante de un Dodge Challenger a las tropas coloniales británicas. “Hay un par de cosas que América hace bien. Coches y libertad”.

Cuando la exposición estaba ya medio pagada, un nuevo partido político se hizo con el Ayuntamiento de Barcelona y ese nuevo poder la vetó de cuajo sin darnos ninguna explicación.

¿Es posible un final más paradójico para una exposición que se iba a llamar Paradojas de la libertad ?

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