En vista de la que está cayendo, se podría decir que el muy acertado concepto de la modernidad líquida descrita hace años por el sociológico polaco Zygmunt Bauman, pues que en los últimos tiempos más bien se ha cuajado como la leche, así produciendo una especie de viscoso ensayo general global de una obra de teatro cuyo estreno siempre se retrasa. A cambio de un bocata de chóped y un botellín de agua calentorra, nos hemos entregado cuál dóciles figurantes a las órdenes de un despiadado director que nos desprecia.
Tanto la derecha como la izquierda ejerce a su manera una especie de MAGA, que es lo que acaba dando la razón a Trump
En vista de la que está cayendo, se podría decir que el muy acertado concepto de la modernidad líquida descrita hace años por el sociológico polaco Zygmunt Bauman, pues que en los últimos tiempos más bien se ha cuajado como la leche, así produciendo una especie de viscoso ensayo general global de una obra de teatro cuyo estreno siempre se retrasa. A cambio de un bocata de chóped y un botellín de agua calentorra, nos hemos entregado cuál dóciles figurantes a las órdenes de un despiadado director que nos desprecia.
Contamos con un buen guion, eso sí, revisable en cualquier momento sobre la marcha, todo sea por la audiencia, y un formidable elenco de actores y actrices dispuestos a dar todo de sí para que triunfe la todavía inacabada obra cuando finalmente se estrene.
Entretanto, la arrolladora promoción a todo color en absolutamente todos los medios de comunicación, y ya no digamos en las redes, arrasa. La expectación es colosal y no para de crecer. Mas a estas alturas cabe la sospecha de que se trata nada menos que de un ensayo general de Esperando a Godot, del genial Samuel Beckett. Es decir, que ya podemos esperar sentados.
La epidemia de la covid fue un exitoso y prometedor ensayo general colectivo que convenció a nuestros gobernantes de que encerrarnos en casa durante meses era de lo más normal. Y no sólo no rechistamos, sino que les dimos la razón y hasta las gracias. No hubo una revolución ni nada por el estilo. Es decir, nos portamos como angelitos. Eso sí, entre acojonados y fatalistas.
De modo que preparados y avisados ya andábamos ante un súper apagón, con o sin tener a mano el recomendado kit de supervivencia promocionado desde Bruselas. ¿Que si nos dejan a oscuras? Bah, son cosas de los guionistas. Nos apañamos con una hogaza, cuatro velas y un transistor a pilas. Y es que somos la leche.
A la espera del gran estreno, colean algunos asuntillos de nada, se diría que fuera del radar de nuestros mandatarios siempre tan ajetreados. Porque se trata de una patata caliente que esconden con pasmosa habilidad. No sea que les exporte en las manos. Unos de los principales, además de la falta de vivienda, es qué diantres hacer con el incesante flujo de inmigrantes y refugiados.
Trump y sus acólitos, que cada vez son más, lo tienen claro y lo dicen en voz alta: hay que echarlos, de la manera que sea. Mientras que en las filas de la izquierda progresista, reina al respecto una ambivalencia endiablada: inmigración selectiva por razones políticas, que no humanitarias, y muerte al turista. En fin, tanto la derecha como la izquierda ejerce a su manera una especie de MAGA, que es lo que acaba dando la razón a Trump.
Las guerras, la pobreza y los desastrosos efectos del calentamiento global aporrean nuestra puerta con cada vez más insistencia
Hace exactamente cinco años, en junio del 2018, Pedro Sánchez se reunió en el Elíseo en París con su homólogo francés Emmanuel Macron, donde ambos sentaron las bases de una nueva alianza que se pondría a prueba en el interminable debate migratorio que dividía y sigue dividiendo Europa.
De ese encuentro salió la determinación de los dos mandatarios de crear “centros cerrados”-si bien Sánchez prefería se llamasen “centros controlados”- en la UE donde dirimir si los recién llegados pueden acogerse al estatus de refugiado o ser expulsados. Es decir, hablaron de prisiones preventivas.
Por esas mismas fechas la UE sopesaba, aunque de manera más dispersa, la creación fuera de sus fronteras de centros para migrantes y refugiados. Eso sí, en estrecha cooperación con organizaciones como la ONU.
Pues bien, ya han pasado siete años y el problema sigue ahí no sólo sin resolver, sino que va en aumento. Y ha vuelto Trump con aún más ganas de expulsar de su país a gente que él considera indeseable.
Las guerras, la pobreza y los desastrosos efectos del calentamiento global aporrean nuestra puerta con cada vez más fuerza e insistencia. Cuesta creer a estas alturas que unos “centros cerrados”, perdón, “controlados” sean la panacea.
Entretanto, a ponerse a la cola para sacar entradas para lo que promete ser un estreno de fábula.
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